Fue un «intento de robo de tercera clase», como lo describió días después el portavoz de Richard Nixon, pero con consecuencias históricas de primera. El Watergate, de cuyo comienzo ahora se cumplen cuarenta años, llevó a la dimisión del presidente de Estados Unidos y a una sacudida sin precedentes en la conciencia política estadounidense. Fue también un hito periodístico, de la mano sobre todo de «The Washington Post», y un precedente lingüístico: desde entonces «gate» se utiliza como sufijo para todo caso de corrupción política.
Watergate es un complejo de viviendas y oficinas de la capital norteamericana, bautizado como «puerta del agua» por encontrarse a orillas del río Potomac. Allí tenía su sede en 1972 el Comité Nacional Demócrata. El 17 de junio, a eso de las 2 de la madrugada cinco hombres fueron detenidos en esas oficinas cuando intentaban colocar micrófonos ocultos y buscaban documentos. La acción formaba parte de una serie de medidas ilegales puestas en marcha por el comité de reelección de Nixon, dirigido por John Mitchell, que acababa de dejar su puesto de fiscal general de EE.UU. No es que la reelección de Nixon corriera peligro —ganó con gran diferencia unos meses después—, pero la obsesión del presidente y el celo desmedido de sus colaboradores habían llevado a organizar la trama.